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CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
ES HORA DE QUE LOS ESPAÑOLES DECENTES DESPIERTEN Y EMPRENDAN UNA REVOLUCIÓN CÍVICA, PARA DESALOJAR DEL GOBIERNO A LOS ENEMIGOS DE LA NACIÓN ESPAÑOLA… COMO EL 2 DE MAYO DE 1808.
«Una nación puede sobrevivir a sus necios, e incluso a los ambiciosos. Pero no puede sobrevivir a la traición desde dentro. Un enemigo a las puertas es menos temible, porque es conocido y lleva su estandarte abiertamente. Pero el traidor se mueve libremente entre los que están dentro de la ciudad, sus susurros están por todos los callejones y se oyen en los mismos salones del gobierno.» Marco Tulio Cicerón.
El lunes 28 de abril de 2025, España vivió algo más que un apagón eléctrico: el GRAN APAGÓN fue un símbolo del colapso institucional que atraviesa el país. Durante horas, miles de ciudadanos quedaron sin suministro, sin información y sin explicación creíble por parte del gobierno. No fue solo la luz lo que se apagó: fue la última chispa de confianza en una administración que ya no garantiza ni lo más básico. En este contexto, el apagón es la metáfora perfecta del estado actual de la nación: oscuridad, abandono, inseguridad. Un Estado que no puede asegurar ni el suministro eléctrico, difícilmente garantizará el derecho de propiedad, la libertad individual o la tutela judicial efectiva. Como en 1808, cuando el alcalde de Móstoles lanzó su célebre bando contra la invasión napoleónica, como cuando el alcalde de Móstoles convocó a la insurrección, también hoy se hace necesario emitir un nuevo bando civilizatorio. No frente a ejércitos extranjeros, sino ante quienes, desde dentro, están minando la legalidad, la libertad y la convivencia, también hoy es necesario alzarse, levantar la voz ante una ocupación distinta, pero igual de corrosiva: la de nuestra legalidad por parte del desorden institucional.
DESMORONAMIENTO DEL DERECHO A LA PROPIEDAD
En la España de 2025, marcada por el GRAN APAGÓN del lunes 28 de abril, la propiedad privada vive su hora más crítica desde el fin del franquismo. Lo que fue durante siglos pilar de la civilización occidental —el derecho de propiedad como base de la libertad individual y la prosperidad económica— hoy se desmorona bajo el peso de una ingeniería legal, política y judicial que favorece al okupa, al usurpador y al delincuente.
No se trata de casos aislados ni de anécdotas. Los datos lo confirman: en 2024 se registraron 16.426 denuncias por okupación en España, lo que supone un aumento del 7,4 % respecto al año anterior. Cataluña concentra el 42 % de los casos. El tiempo medio para lograr un desalojo supera los 23 meses. Este infierno jurídico y procesal arruina a pequeños propietarios, convierte sus viviendas en bienes inútiles y vacía de contenido real el artículo 33 de la Constitución Española.
La ley antiokupas, aprobada en abril de 2025 tras años de presiones sociales, mediáticas y judiciales, intenta tapar un agujero que ya es abismo. Incluye mejoras como la reducción de plazos procesales, la tipificación agravada de las mafias de ocupación o el refuerzo de la figura del propietario como víctima, pero mantiene aún un alto grado de protección a los llamados «okupas vulnerables», una categoría jurídica ambigua y fácilmente manipulable. En la práctica, muchos jueces siguen interpretando la norma en clave garantista hacia el usurpador, mientras que el propietario debe demostrar indefensión, urgencia, buena fe y otras condiciones que ralentizan y encarecen el proceso.
La profesionalización de la okupación ha dado lugar a verdaderos mercados negros de viviendas okupadas, traspasos ilegales, alquileres encubiertos y extorsiones a propietarios. Las mafias gestionan con eficiencia empresarial lo que las instituciones desatienden. En paralelo, han proliferado las «inquiokupaciones»: inquilinos que, una vez dentro con contrato, dejan de pagar y aprovechan la lentitud judicial para permanecer años en el inmueble sin abonar ni un euro. El fenómeno afecta ya a grandes tenedores, pequeños inversores y familias con una segunda vivienda, y ha generado una industria paralela de desokupación, negociación extrajudicial y empresas privadas de presión.
Construcción Ideológica del Colapso Institucional
El colapso del derecho de propiedad en España no es una catástrofe natural, sino una construcción ideológica. Como señaló David Hume, la propiedad no es un hecho natural sino una convención social fruto del interés común por evitar el caos. Cuando esa convención se rompe desde el propio poder público, lo que emerge es el estado de naturaleza hobbesiano donde el más fuerte —o el más protegido por el sistema— se impone. Y como advirtió Antonio Escohotado, sin propiedad no hay responsabilidad, y sin responsabilidad no hay libertad.
Pero el ataque no se limita al derecho de propiedad. Abarca también a la libertad de empresa, la libre contratación, la creación de empleo y el desarrollo económico. El Gobierno, en su pulsión intervencionista, ha iniciado una campaña sistemática contra la empresa privada: pretende reducir la jornada laboral sin reducir salarios, imponer nuevas cargas burocráticas, encarecer el despido, demonizar el beneficio empresarial y castigar fiscalmente la inversión. El resultado es previsible: menos empleo, menos productividad, menos crecimiento.
La constante creación de nuevos impuestos, la subida de los ya existentes y el aumento sostenido de la presión fiscal se presentan bajo el disfraz de la redistribución, pero esconden una máquina recaudatoria voraz que ahoga a autónomos, pymes y familias. Las recaudaciones récords que está consiguiendo el gobierno de Pedro Sánchez no se traducen en servicios públicos eficientes, sino en más gasto superfluo, clientelismo político y un endeudamiento estatal que ya bordea los dos billones de euros. Cada euro que se expropia al ciudadano para alimentar esta maquinaria ineficiente, es un euro que no crea riqueza, no genera empleo ni impulsa la innovación.
Y aun así, el Estado gasta más de lo que recauda. A pesar del récord histórico de ingresos públicos, la deuda pública se aproxima ya a los dos billones de euros. Es una cifra insoportable que hipoteca a generaciones futuras y sitúa a España entre los países más endeudados de Europa en proporción al PIB. El Gobierno gasta como si hubiera prosperidad y recauda como si no hubiera mañana, pero en realidad se comporta como un ludópata financiero: endeudando al país a un ritmo suicida mientras se jacta de haber ganado una mano.
Y lo más grave es que no hay nadie que vaya a sostener este castillo de naipes. La natalidad en España se hunde hasta niveles históricamente bajos. La inversión de la pirámide poblacional ya no es una amenaza lejana, sino un hecho palpable: hay más ataúdes que cunas, más pensiones que nacimientos. El recambio generacional se ha vuelto estructuralmente imposible. Como advierte Xavier Barraycoa en su análisis del suicidio demográfico europeo, España ya no tiene base biológica suficiente para perpetuarse como nación si no se revierte de inmediato esta tendencia. Estamos ante la antesala del colapso: sin nuevos trabajadores que coticen, no habrá pensiones; sin familias que críen hijos, no habrá nación; sin jóvenes emprendedores, no habrá economía productiva. Y mientras tanto, seguimos celebrando como progreso lo que no es más que autodestrucción demográfica revestida de derechos subjetivos y consignas ideológicas.
Así, ni siquiera se puede garantizar que los actuales trabajadores y cotizantes vayan a recibir una pensión en el futuro. El contrato intergeneracional se ha roto. El sistema se sostiene artificialmente con deuda, inmigración desordenada y propaganda oficial, pero cualquier análisis actuarial honesto revela que el modelo es insostenible.
El Desgobierno de la Corrupción y la Falta de Responsabilidad Política
Pero toda reconstrucción institucional será ilusoria si no se hace frente al cáncer moral y sistémico que paraliza al Estado: la corrupción impune de sus élites políticas, la colonización partidista de las instituciones y la inexistencia de un régimen serio de responsabilidades para cargos públicos, funcionarios y gobernantes. En la España de hoy, robar desde el poder sale gratis. Los tribunales archivan, prescriben o ignoran. No hay incentivos para la honestidad ni castigo ejemplar para el saqueo institucionalizado. La ley no alcanza al corrupto si lleva carnet del partido adecuado. No existe una legislación orgánica que tipifique y sancione con rigor la mala gestión pública, la prevaricación presupuestaria, el despilfarro con fines clientelares ni la inacción dolosa ante el delito.
La ausencia de una auténtica cultura de rendición de cuentas ha generado una clase dirigente irresponsable, inmune al escrutinio y blindada por la partitocracia. El ciudadano sólo comparece ante Hacienda o ante el juez, pero nunca quien ha gobernado mal, mentido con dolo o arruinado con sus decisiones a miles de familias. Si no se articula una arquitectura jurídica que persiga y castigue la corrupción —no sólo la delictiva sino también la estructural—, cualquier intento de reforma será pasto de los mismos que convirtieron el Estado en botín.
Es urgente, por tanto, impulsar una legislación sobre la responsabilidad política y patrimonial de los cargos públicos, establecer auditorías independientes con poderes coercitivos, crear un estatuto del buen gobierno con sanciones reales y abrir la puerta a la revocabilidad de mandatos cuando se vulnere flagrantemente el interés general. Las personas que gestionan recursos públicos deben estar bajo un sistema de supervisión efectiva que garantice la transparencia y la correcta utilización de dichos recursos. Si se incurre en ilegalidades, abusos, maldades o incluso negligencias, debe existir un mecanismo judicial que permita la sanción de los responsables. En los casos más graves, se debería contemplar la inhabilitación perpetua para ocupar cualquier cargo público, la posibilidad de sanciones temporales y, en situaciones extremas, la expropiación de bienes como respuesta al daño causado al bien común.
Porque donde no hay sanción, reina la impunidad. Y donde reina la impunidad, muere la democracia.
Y mientras tanto, mientras todo ello ocurre, la supuesta oposición política permanece en silencio, opta por la inacción, como un Don Tancredo parlamentario que prefiere no moverse para no ser embestido. En lugar de liderar una respuesta nacional, se refugia en el cálculo electoral, en la tibieza táctica o en el mimetismo ideológico. No hay discurso alternativo claro, no hay proyecto regenerador coherente, no hay liderazgo que merezca tal nombre. PP y VOX apenas hacen nada para evitar que España continúe desengrándose por causa de los okupas, regulaciones absurdas, inseguridad jurídica, confiscación fiscal, deuda galopante y colapso demográfico. Ningún proyecto serio de regeneración nacional puede construirse sin una defensa firme del derecho de propiedad, de la libertad de empresa y del principio de responsabilidad individual.
El Instituto de Estudios Económicos, en su último informe, advierte de la pérdida de atractivo inversor, el deterioro del parque de alquiler y la emigración de capital hacia países con mayor seguridad jurídica. A ello se suma la frustración de los propietarios, que ven cómo los principios fundamentales del Derecho han sido sustituidos por un relato sentimental que privilegia al que no tiene nada —o al que lo toma por la fuerza— sobre el que ha trabajado y ahorrado.
La izquierda populista, apoyada por ciertos sectores judiciales y mediáticos, ha convertido la propiedad privada en un privilegio sospechoso. En su lugar se eleva un nuevo ideal: la ocupación como forma de protesta, la expropiación simbólica como justicia social, el delito como expresión de necesidad. En este contexto, la figura del propietario aparece como un obstáculo a derribar, un burgués egoísta al que se puede empobrecer con la excusa de la redistribución.
España necesita una cirugía jurídica, institucional y moral. Una que devuelva la centralidad al derecho de propiedad como condición de posibilidad del resto de libertades. No basta con leyes simbólicas ni reformas cosméticas. Hace falta una refundación legal que blinde la propiedad, acelere los desalojos, sancione de forma real a los usurpadores y devuelva la confianza a ciudadanos y empresas. Y junto a ello, una revolución fiscal que simplifique el sistema tributario, reduzca la presión impositiva y premie al que crea riqueza en lugar de penalizarlo.
El principal problema es la ruptura del pacto civilizatorio que sostenía nuestra convivencia. Si el Estado ya no defiende la propiedad del ciudadano ni respeta su libertad para contratar, invertir o emprender, el ciudadano buscará su defensa por otras vías. Y cuando la ley deja de proteger, el riesgo es que otros poderes ocupen su lugar: la mafia, la fuerza privada, o el sálvese quien pueda. España está cerca de ese punto. Y sólo una reacción firme, articulada y consciente podrá evitar el abismo.
Si no se revierte esta deriva, el país está condenado a un colapso silencioso: la fuga de talento, el cierre de empresas, la ruina de las clases medias, el colapso de los servicios públicos, el auge de las mafias y la ley de la selva. Es hora de decirlo claro: el enemigo de la libertad no está en la calle, está en el BOE.
No todo está perdido, pero sí todo está en juego. La recuperación del derecho de propiedad, de la seguridad jurídica y de la libertad económica exige algo más que reformas parciales: requiere coraje político, liderazgo moral y una ciudadanía dispuesta a dejar de silbar. La historia enseña que los pueblos que ceden su libertad a cambio de una supuesta justicia social impuesta desde arriba terminan perdiendo ambas cosas. Pero también enseña que, cuando una minoría lúcida se levanta, puede encender la mecha de la restauración nacional.
España aún cuenta con reservas de dignidad, con una sociedad civil que, aunque acosada y desmoralizada, conserva núcleos de resistencia y lucidez. Empresarios honestos, jueces íntegros, ciudadanos hartos de ser tratados como súbditos. A ellos corresponde hoy la tarea que antaño recayó en los regeneracionistas de principios del siglo XX: decir la verdad, defender los fundamentos de la civilización y exigir responsabilidad allí donde ahora hay desgobierno.
Porque la alternativa al colapso no es la resignación, sino la reconstrucción. Pero para que ésta se produzca, antes debe afirmarse sin miedo que el modelo actual ha fracasado. Y que no hay justicia donde se premia al usurpador, no hay paz social donde se castiga al que produce, ni hay democracia digna cuando el poder usa la ley para blindarse a sí mismo y desarmar al ciudadano.
Una llamada a la acción
La situación de España es crítica. La descomposición institucional, el ataque a los derechos fundamentales y la falta de responsabilidad de quienes gestionan el poder exigen una respuesta contundente. No basta con reformas parciales ni cambios superficiales en la ley. Es necesaria una refundación moral y legal del Estado que restablezca el derecho de propiedad como columna vertebral de la libertad individual y que otorgue a los ciudadanos la confianza en las instituciones.
Es hora de que la sociedad civil se levante y reclame lo que le pertenece: un Estado que funcione con justicia, que defienda la propiedad y que exija rendición de cuentas a aquellos que, con sus decisiones, han socavado la confianza colectiva. La alternativa al colapso no es la resignación, sino la reconstrucción. Pero para que esta se produzca, antes debe afirmarse sin miedo que el modelo actual ha fracasado. Y que no hay justicia donde se premia al usurpador, no hay paz social donde se castiga al que produce, ni hay democracia digna cuando el poder usa la ley para blindarse a sí mismo y desarmar al ciudadano.
Como decía Edmund Burke: para que triunfe el mal, basta con que los hombres buenos no hagan nada. En España, demasiados hombres y mujeres decentes llevan demasiado tiempo mirando hacia otro lado. Es hora de encender la luz. Y no sólo para salir del apagón eléctrico, sino para disipar la oscuridad moral, institucional y económica en la que nos han sumido.
Estas líneas pretenden ser una llamada urgente y clara a la acción. La crisis institucional que atravesamos exige que cada uno de nosotros, desde nuestra responsabilidad cívica y política, exija el restablecimiento del orden legal y moral. El tiempo para la inacción ha pasado.
Sin duda, el actual régimen político ha fracasado. El Estado ya no protege al ciudadano, muy al contrario, lo expone a situaciones indeseables, lo hostiga, lo mortifica, lo acribilla a impuestos, lo censura y lo abandona. Pero no todo está perdido: hay una reserva moral, jurídica y civil todavía viva, que puede encender la mecha de la reconstrucción.
Como en 1808, corresponde a una minoría lúcida dar el primer paso. Hoy no son los franceses quienes invaden: es la propia clase dirigente la que ocupa los resortes de la ley para desarmar al ciudadano. Y como entonces, la respuesta no puede ser el lamento, sino la afirmación firme y valiente del derecho, la libertad y la dignidad.
Es hora de alzarse. Es hora de encender la luz.
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